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domingo, 24 de enero de 2021

Aquella infancia en 1975

 



Tenían una chocita blanca de adobe, la entrada se hallaba bajo un tejaban de láminas, en el techo, gallos y palomas figuraban como parte del cielo,  sus puertas sonaban al abrirse por sus bisagras ya oxidadas,  siempre llegábamos con un detalle, decía mi papá que “no debíamos llegar nomás con la nariz por delante” (era importante llevarles algo) a  mí, mi mamá me daba flores y al entregarlas debía dar un beso en la mano. El piso de la choza,  era de tierra aplanada por el paso del tiempo, para barrerlo traíamos un tepalcate con agua y hacíamos una cuenca con la mano para atrapar agua y regarla.  No tenían sala, sus sillas tejidas de palma eran las protagonistas de su rústico interior,  sobre una de las paredes colgaban unas astas de venado que sostenían los sombreros del padrino y ahí mismo, mecidas por el viento, estaban enlazadas las mantellinas de mi madrina, en la otra pared fotos a blanco y negro con rostros serios, destacaban en marcos anchos de color dorado.

Su cocina la encontrábamos siempre decorada por cazuelas de barro, algunos vasos, que antes fueron veladoras ahora lucían transparentes listos para tomar agua fresca del cántaro;  cucharas, cucharones,  sartenes de peltre colgados, pocillos despostillados sobre la mesa cubierta por un mantel de tela bordado a mano, protegido con un plástico transparente, para evitar manchas de tizne, ya que  no había estufa, una hornilla atizada con leña daba un sabor muy peculiar a la comida.

En las habitaciones había camas altas,  sus colchas elaboradas en tela de terlenca, estaban bordadas con algunas aves o flores y al borde  tenían una orilla de olan, que hacía juego con las cortinas, además un ropero y una cómoda  decorada con una carpeta tejida de estambre y un espejo que se  había deteriorado al transcurrir  de los años, reflejaba el reverso de un portarretrato del día de su boda, cajones y grandes puertas guardaban la ropa que olía a naftalina. 

Por fuera estaba el escusado era un cuarto hecho con pedazos de lámina de cartón.

La choza  estaba a la orilla de un río, de agua transparente, allí sobre una piedra alisada por la misma corriente de agua hacía a la vez de lavadero y  en un espacio que parecía acondicionado para postrarse, se ponía la madrina a lavar la ropa de la familia, tomaba los pantalones, los untaba con jabón y los apaleaba contra la piedra mientras el curso del agua hacía desaparecer la espuma, ya con el montón de trapos lavados el tendido lo hacía sobre un mecate atado de un árbol a otro.   


El río  corría con fuerza,  mas no tanta para causar daño o crear ausencias  familiares; en verano su temperatura invitaba a disfrutar las tibias aguas, dejábamos caer el cuerpo o caminábamos con tiento posando nuestros pies, sobre sus piedras que se transparentaban,  nos  desplomábamos soltándonos de una soga  amarrada  de una higuera, seguida por más árboles que parecían hilarse en sus orillas, el sol inmenso y radiante traspasaba las ramas haciendo ver sus hojas centellantes.

Se escuchaban las ranas, los grillos y el trinar de los pájaros, las abejas y mariposas se perdían en la inmensidad, se divisaban ardillas escalando troncos, a su alrededor se contemplaban caballos, vacas, becerros, perros ladrando, y aves aleteando, reflejándose  distorsionadas en la corriente, las gallinas, guajolotes y las patas perseguidas por sus patitos formaban parte de un paisaje divino, natural y sereno, cubierto de verde con flores silvestres, llenos de bichos e insectos y tierra, tierra que con la lluvia se conjugaba en un inolvidable y nostálgico aroma a petricor


El  inmenso cielo azul, por las noches despejadas del campo, regalaba una bello escenario  en todo alrededor, con arbustos y luciérnagas, con la luna y el infinito colmado de estrellas embellecía nuestra fogata.

Así eran las visitas con la madrina y el padrino al rancho los fines de semana. 


¿Tú cómo viviste tu infancia?



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